Jefe de proyecto, un cuento de terror, de Antonio Ballesteros
Fue una gran sorpresa que me llamaran tan pronto, recién egresado. Un día después de colgar mi currículo en internet, recibí el llamado urgente de Paul. Él, el hombre barbudo, dirige un novedoso proyecto en la Wichita State University y es mi guía permanente en esta primera semana en Kansas. Gracias a su ayuda me resultó muy fácil aclimatarme e iniciar mi andadura profesional.
Mientras encuentro un apartamento acorde a mis posibilidades económicas, compartimos habitación. Nos entendimos muy bien Paul y yo, aunque en todo momento pensé que más adelante me debía decidir a relacionarme con más gente.
Hasta hoy he seguido sus consejos en todo. Mejor dicho: en casi todo, porque en lo referido a música y gastronomía tengo mis propios gustos, muy distintos de los suyos. Él es muy introvertido ―quizá por la pasión que muestra hacia su trabajo―, y a mí me cuesta no entablar conversación con alguno de los cientos de personajes interesantes con los que me encuentro cada día. Cada día me cruzo con muchas personas, pero apenas hablo superficialmente con diez o doce de ellas.
Una de esas pocas es John, aunque con él no hablo. Es un muchacho, un poco mayor que yo, que trabaja como auxiliar de servicio en el edificio donde Paul y yo nos alojamos. A diario coincido varias veces con él.
Me llamó la atención desde la primera vez que le vi, no solo por su espectacular melena rubia, que muchas chicas envidiarían. En cuanto me vio se acercó a mí y comenzó a hablarme con vehemencia, muy alterado. Sin embargo, no le pude contestar porque no le entendí nada.
En esta primera semana, ya tres veces se ha dirigido a mí. Afortunadamente, esa especie de ataques que le dan apenas le duran un par de minutos, y luego deja de “hablar”, da media vuelta y sigue con lo que estaba haciendo, que generalmente es barrer. Un tipo muy extraño, John.
Solo pronuncia palabras sueltas sin sentido. Parece totalmente inofensivo, pero la forma de andar que tiene ―arrastra cansinamente los pies, como uno de esos muertos vivientes que aparecen en las películas de zoombies―, junto con su mirada concentrada y perdida, consiguen que no me sienta a gusto cuando tengo que compartir ascensor con él, ni siquiera cuando Paul nos acompaña, como sucedió esta mañana.
En cuanto lo dejamos atrás volví la mirada hacia él. Y para asegurarme de que no pudiera escucharme, esperé a llegar al auto de Paul y entonces le pregunté por él.
―Es un infeliz, no te preocupes ―respondió mi jefe.
―¿Le conoces desde hace mucho? ―insistí.
―Siete años ―contestó con gesto pensativo―. Hace siete años que le conozco, desde que comenzó a estudiar en esta universidad. Intuyo que quieres saber algo más sobre él ―Paul entró en el automóvil sonriendo enigmáticamente, y desde dentro abrió la puerta de mi lado, cuya empuñadura exterior no funcionaba.
―Bueno, la verdad es que sí. Tengo curiosidad. Me parece un tipo muy extraño ―dije mientras me sentaba.
―Bien, tenemos tiempo... Te lo contaré como si fuera un cuento, de camino al campus. ¿Te parece bien?
―Claro, Paul, como tú quieras…
Puso en marcha el auto y lo condujo con suavidad a la ruta que lleva hacia la universidad. Poco después, manteniendo una velocidad moderada y sin apartarse nunca del carril derecho, comenzó a narrar con esa voz armoniosa y tranquila que le caracteriza:
«Corría una suave y primaveral brisa que parecía creada para que la dorada cabellera de John Seymoor ondease. Él, el más brillante estudiante de segundo curso y, seguramente, de todo el campus, sintiéndose el centro del universo aparcó y descendió del flamante automóvil deportivo que conducía. Sus padres se lo habían regalado unos días antes, con motivo de su vigésimo cumpleaños. Luego, silbando y con los ojos entrecerrados para disfrutar mejor la melodía que le transmitían sus auriculares, encaminó sus ágiles y atléticos pasos hacia las aulas.
»Entretanto, no dejó de corresponder a las decenas de chicos y chicas que le saludaban y sonreían: era el novato más apreciado por los estudiantes, y el de mejor futuro, según sus profesores.
»Había pasado casi toda la noche despierto, dando los últimos retoques a un trabajo de biología molecular en el que llevaba enfrascado toda la semana. En realidad lo hubiera podido dar por concluido al término de la primera noche, pero a John no le bastaba con aprobar las materias con buena nota. Además de conseguir la máxima calificación posible, necesitaba ser el mejor en todo lo que hacía, sin que nadie le hiciera sombra.
»Se había acostumbrado a recibir reconocimientos y halagos por su brillantez y, como un adicto, en todo trance buscaba cosechar alabanzas.
»En su triunfal camino encontró a Calvin, un profesor que personificaba todo lo opuesto a él: tímido y gris, no sobresalía en nada y pasaba tan desapercibido que costaba registrarle. John disfrutaba con ese tipo de personas. Su brillantez se agigantaba (al menos, eso pensaba él), al compararse con gente como ese desastre de Calvin. Por eso, no perdía oportunidad para gastarle todo tipo de bromas, algunas de ellas francamente pesadas.
»El hombre estaba de rodillas en el suelo, junto a una vieja carpeta de cartón que, al parecer, se le había caído. Eso no era nada extraño, ya que era bastante torpe. John, haciéndose el distraído y como al descuido, con la rodilla le propinó un empujón en las nalgas.
»Con el golpe, los papeles de la carpeta de Calvin se desparramaron por el suelo. El ligero viento que refrescaba la explanada enseguida los esparció en todas direcciones, provocando las carcajadas de algunos estudiantes, que celebraron como la mejor gracia la ocurrencia de John.
»Calvin, desde el suelo, de inmediato desistió de intentar reunir los papeles. Los dio por perdidos, como tantas otras cuestiones en los últimos tiempos. ¿A quién le importaban sino a él? Inmóvil y apretando los dientes en un inequívoco gesto de odio ―en el que nadie reparó porque nadie le miraba ya―, clavó los ojos en la nuca de John y murmuró algo inaudible.
»Mientras, ajeno a los tétricos sentimientos del profesor, John se alejaba. Iba feliz, despreocupado y rodeado de admiradores. Llevaba prisa, no solo por llegar a clase: había visto a Cintia, una estudiante de tercer año que charlaba unos metros más adelante.
»Días atrás se había propuesto, al conocer el brillantísimo expediente académico de la muchacha, entablar relación con ella y proponerle una colaboración. ¡No existirían límites para dos mentes tan brillantes! Pero… como siempre estaba enfrascado en conseguir las notas más altas, durante todo el año anterior apenas había dedicado tiempo a cortejarla. Así que al verla se dijo a sí mismo que no dejaría escapar la oportunidad.
»Y estaba a punto de llegar junto a ella pero, sin embargo, sin motivo aparente se detuvo. De pronto había experimentado un escalofrío que le subía desde las piernas hacia el cuello, y sentía un extraño calor en la espalda y la cabeza, como si un horrendo y gigantesco animal le echase su fétido aliento desde atrás.
»Se volvió y miró a su alrededor, pero no encontró más que a estudiantes limpios y sonrientes. El malestar, aunque muy intenso, duró apenas unos segundos más y luego se desvaneció, así que John lo olvidó al instante y continuó caminando hacia Cintia.
»La chica charlaba con dos compañeras. Aunque era muy popular y talentoso, John era a la vez muy tímido. Así que en vez de llegar hasta Cintia y hablarle, unos metros antes se detuvo y escribió en una hoja de papel una invitación para almorzar juntos a mediodía.
»Dobló el papel y se acercó a las chicas sonriendo nerviosamente. Tras saludar, le entregó a Cintia la nota que unos segundos antes había manuscrito. Luego, mientras se alejaba, le dijo: “Me gustaría que aceptases, Cintia. Ahora me voy, debo entregar este trabajo, te espero a las once en la cantina”.
»Según se alejaba, John volvió a sentir en su nuca ―ahora más fuerte que la primera vez― el extraño y caliente vaho que tanto le había inquietado unos segundos antes. De nuevo se detuvo y miró a su alrededor, pero no vio nada extraño: los mismos árboles, idénticos edificios a los que veía todos los días, los mismos estudiantes con los que compartía clases y patios. Incluso ese tonto de Calvin, que ahora, a lo lejos, todavía le miraba, serio y con su característica cara de bobo…
»Entonces recordó que el profesor Wilson estaría ya recibiendo los trabajos de sus alumnos. A John, la confección de esa carpeta le había consumido siete noches de abrumadora e incesante tarea: cuarenta cuidadas páginas, más la carátula de presentación, profusa y prolijamente diseñada.
»Llegó a la clase y comprobó que junto a Wilson ya se arremolinaban varios estudiantes. John Seymoor sonrió cuando constató que ninguna de las carpetas era tan voluminosa y bien armada como la suya. Ni de lejos. La más abultada tendría, como mucho, diez o doce páginas: mucho menos que la suya.
»Entregó el trabajo al profesor y esperó la devolución que consideraba inevitable: el acostumbrado gesto de aprobación que le elevaría, aún más, entre sus compañeros. Wilson recibió la carpeta con una cálida sonrisa y comenzó a ojear el trabajo.
»Sin embargo, en contra de lo que John esperaba… el profesor no parecía fascinado por la lectura sino que en su rostro comenzó a dibujarse un gesto que primero fue de sorpresa y luego de evidente molestia. Unos segundos más tarde, Wilson alzó la vista hacia John y luego, lanzando despectivamente la carpeta sobre la mesa, dijo con voz desabrida: “No le veo la gracia, Seymoor. Habría preferido que no presentara nada”.
»John se le quedó mirando sorprendido, paralizado. Sin duda no era esa contestación tan arisca lo que esperaba. En vez de un encendido elogio, recibía una pública y desairada reprimenda. Miró a su alrededor. Sus compañeros también le observaban, extrañados, y algunos retiraron la mirada para no enfrentar la suya.
»Al principio se mostraban tan atónitos como él, pero después en sus rostros comenzaron a aparecer evidentes signos de desaprobación. Sobre todo cuando Wilson añadió: “La próxima vez que venga a mofarse de mí o de sus compañeros, se llevará un severo correctivo, Seymoor. Que tenga un gran talento no significa que sea mejor que ninguno de ellos, ni que se pueda permitir semejante falta de respeto. ¡Quítese de mi vista!”
»John recogió la carpeta con manos temblorosas. Además de sorprendido, estaba abochornado. En un momento, había perdido toda su prestancia. Su glamour se había esfumado y el prestigio de que gozaba ante sus compañeros ya no existía.
»Caminaba errático. Sus hombros aparecían hundidos y todo él se había encogido, como una uva pasa. Con la mirada baja se dio media vuelta y anduvo unos pasos más, hasta llegar a un banco de piedra adosado a uno de los muros. Se sentó en él, fijos los ojos en la carátula de su trabajo. No entendía nada. Esa monografía le había costado siete noches de intensa labor. Había dedicado más de cincuenta horas a elaborar esa carpeta, esperando recibir los más altos honores académicos… pero solo había conseguido el enfado del profesor.
»Estuvo varios minutos en la misma postura, como si alguien lo hubiera sentado allí y John no tuviera voluntad propia para moverse. Al fin, abrió la carpeta y se dispuso a revisar su contenido. Había repasado más de diez veces cada línea y cada dato, para que ni un solo error se deslizase en el documento.
»Abrió la carpeta, pasó la primera página y dio un respingo de sorpresa… ¿Qué era aquello, qué disparate eran aquellos trazos? Estaba tan estupefacto al ver el contenido de su propia carpeta que casi se le cae al suelo. Tras la carátula, en la primera página aparecía una burda caricatura del profesor Wilson, agachado y defecando en el suelo. En las siguientes encontró otros tantos dibujos de índole obscena, que ridiculizaban a sus compañeros. Aunque, en realidad, ni siquiera eran dibujos. Estaban mal trazados, como si un enfermo mental hubiera plasmado en el papel sus incongruentes delirios.
»¿Quién había hecho esa maldad? ¿Quién había sustituido su laborioso y brillante trabajo por aquella asquerosa mamarrachada?
»John volvió a pasar las páginas una a una y comprendió la airada reacción de Wilson. Incluso le pareció que el profesor había reaccionado con una tremenda moderación. ¿Quién había hecho el cambio? Recordó que antes de salir había revisado una vez más la carpeta, y la había encontrado perfecta… Y luego había hecho el trayecto hasta el campus en su automóvil, sin compañía y sin detenerse a charlar con nadie. Definitivamente, ¡nadie había tenido acceso a ella!
»Casi una hora después, todavía en shock, continuaba en el banco de piedra como una marioneta abandonada. No podía creer lo que había pasado. Debía pedir ayuda. Contarle a alguien de confianza lo sucedido le haría bien. Entonces se dio cuenta de que a pesar de que conocía a muchísimas personas, y una gran porción de ellas lo admiraban, en realidad no tenía ningún amigo en el que confiar. Mecánicamente se miró el reloj de la muñeca. Eran cerca de las once y recordó que había citado a Cintia.
»Le vendría bien hablar con la chica. Quizá si le contaba la extraña transformación que habían sufrido las hojas en su carpeta, ella podría ayudarle a encontrar una explicación sobre cómo habían aparecido esos grotescos dibujos.
»Se levantó y lentamente se dirigió hacia una de las cantinas. De lejos comprobó que Cintia ya le esperaba en la entrada, aunque no estaba sola sino acompañada de sus dos amigas. Eso contrarió a John, que habría preferido encontrarse en solitario con ella, para poder hablar libremente sobre el extraño suceso.
»Sin embargo, continuó caminando hacia las chicas, que cuchicheaban y le miraban descaradamente. Callaron cuando John se acercó. Entonces, Cintia dio un paso hacia él y, alargando su mano, le mostró el papel doblado que John le había dado una hora antes.
»El muchacho no recogió al instante la nota, sino que se quedó mirando sorprendido a Cintia. El rostro de la chica ardía, como si fuera a explotar. Respiraba agitada y con los labios apretados. Estaba evidentemente contrariada, pero… ¿por qué?
»John, de nuevo, como una hora antes frente al profesor Wilson, no entendía nada ni sabía qué hacer. Pero Cintia le sacó de dudas: “¡Toma tu asqueroso papel, idiota, y no vuelvas a acercarte jamás a mí!”
»A continuación, en cuanto John recogió la nota, la muchacha dio media vuelta y, flanqueada por sus dos amigas, se alejó a paso ligero.
»John las miró hasta que se perdieron de vista y luego bajó sus ojos al papel que tenía entre los dedos. Lo desdobló pensando encontrar en él lo que una hora antes había escrito. Pero de nuevo dio un respingo y sus ojos se abrieron al máximo al comprobar que la nota estaba llena de dibujos y lemas obscenos.
»Pero él… ¡él no había escrito aquellas groserías! ¡Él admiraba a Cintia y quería conquistarla! En sus labios afloró, involuntariamente, una sonrisa estúpida que reflejaba su infinito desconcierto.
»John recordaba perfectamente haber escrito: “Querida Cintia, creo que eres la persona más deslumbrante del campus y me gustaría colaborar contigo: tengo algo que proponerte”.
»¿¡De dónde habían salido esos grotescos dibujos!? En medio del gran desconcierto que lo embargaba, intentó reflexionar sobre el desastre en el que estaba inmerso. Su mente, que habitualmente funcionaba de forma luminosa, estaba cada vez más confundida. Nada tenía sentido: nadie había tenido acceso a la carpeta que entregó al profesor Wilson; ni al papel que le había dado en mano a Cintia. Y sin embargo…
»Mientras tanto, y aunque las versiones eran variadas y algunas de ellas contradictorias, la noticia de que a John se le habían subido a la cabeza en exceso sus éxitos académicos se extendió rápidamente por el campus universitario. A mediodía todos sabían sobre el trabajo que había entregado a Wilson, y habían oído hablar de la nota a Cintia. Las sonrisas de admiración se trocaron en gestos de desprecio y reproche, y solo los más incondicionales apostaban porque John se hubiera vuelto transitoriamente loco.
»¿Cómo era posible que de un momento a otro pasase de ser el estudiante más admirado del campus a que todos lo evitaran? ¿Cómo habían aparecido allí esos dibujos que le estaban arruinando la vida?
»Levantó la vista. Había oscurecido, tenía frío. El día se había ido sin que se diera cuenta, tan absorto estaba en comprender lo indescifrable. Parecía que nadie quedaba ya en el campus, pero poco después, a lo lejos, vio acercarse una figura que caminaba lentamente hacia él.
»Era Calvin, el profesor al que, por la mañana, había empujado. En medio de la tremenda confusión que ―como un enjambre de abejas enloquecidas― se había adueñado de su mente, en ella se abrió un breve espacio de lucidez y John recordó el episodio matinal del empujón, y que no era la primera vez que había tenido un comportamiento desconsiderado con él. En otras ocasiones se había mostrado descortés con él, incluso mofándose públicamente. Al fin y al cabo ―John incluso se sonrió con maldad al pensarlo―, aquel hombre no le daba ninguna clase, así que no podía suspenderle en nada, ni siquiera ponerle una mala nota…
»Calvin llegó junto a John, y este sintió que un escalofrío le subía desde las piernas hacia arriba; y que enseguida una ola de calor, como el aliento fétido de una maléfica bestia, lo envolvía. Y entonces se sintió sin fuerzas, desmadejado, como una marioneta a punto de desarmarse. Sentía ganas de vomitar, aunque se supiese con el estómago vacío. Calvin alargó la mano hacia él y se la apoyó en el hombro. Luego dijo con una voz que a John le pareció muy persuasiva: “Ven conmigo, yo te comprendo; en adelante yo cuidaré de ti”.
»John le miró sin entender qué sucedía, pero sin poderlo evitar se levantó y siguió a Calvin. Todos en el campus se enteraron al día siguiente de que John se había dado de baja como estudiante y había comenzado a trabajar como limpiador, en nuestro edificio, en el que ahora lo ves cada día.
»Unas semanas después se presentaron aquí familiares suyos. Sus padres y una hermana. Querían llevárselo de vuelta a casa, y así lo hicieron. Pero en cuanto salieron del campus, John comenzó a sufrir convulsiones. Debieron llevarlo a las urgencias del hospital, donde estuvo varios días entubado. Cuando salió del coma y pudo hablar, se mostró muy molesto con sus familiares y les dijo que quería volver a su trabajo. ¿Qué podían hacer ellos? Él era mayor de edad, nadie podía decidir por él.
»Y bueno..., esa es la historia de John, ya la conoces», concluyó su relato Paul, mi jefe de proyecto.
Estábamos ya en el aparcamiento del campus. Paul sacó la llave de contacto, echó el freno de mano del auto y me miró. Yo me había quedado pensativo, mirando hacia el infinito sin ver nada más que una especie de niebla gris. Sabía sin ningún género de dudas que disfrutábamos de un día primaveral, que sobre nosotros brillaba un sol resplandeciente, pero yo solo veía, en el auto de Paul, una niebla gris frente a mí.
―¿Quieres saber algo más sobre John o empezamos a trabajar? ―preguntó Paul.
―No, creo que no necesito saber nada más ―contesté, pensativo―. En todo caso me gustaría saber qué fue de Calvin, el profesor que auxilió a John.
―¿Calvin? ¿No te lo había dicho? ―Paul me miró en silencio unos segundos, y luego, bajando el tono de su voz, murmuró:― Calvin soy yo, es mi segundo nombre… ¿Salimos a trabajar ya? Se nos hace tarde…
Asentí con la cabeza y abrí mecánicamente la puerta. Bajé del coche y caminé hacia las oficinas. Iba encogido y rígido. Sentía que Paul, Calvin o como quiera que se llamara mi jefe de proyecto, caminaba tras de mí y miraba fijamente mi nuca. Un escalofrío me subió desde las piernas hacia la cabeza, y sentí que el pútrido aliento de un maléfico ser me envolvía. Estaba muy asustado, pero no pude retroceder ni desviarme, como si mis pasos fueran guiados por alguien muy poderoso…
Ahora, varias horas después, él salió de la oficina y yo pude acceder a su computadora. Escribí mi historia y este mensaje de auxilio. Antes de que él regrese lo lanzo a la Red, por si alguien lo lee y me pued……………………………
¿CONTINUARÁ…?
Sí, continuará.